¿Un despacho o una empresa?
El buen abogado tiene que saber derecho, conocer la ley, la jurisprudencia y la doctrina. Y si sabe todo eso, y nada más que eso, probablemente se tenga que dedicar a otra cosa.
El despacho jurídico es un emprendimiento (o una empresa, dependiendo de su grado de evolución) en el que hay que estar preparado para conseguir clientes, atenderlos y retenerlos; administrar personal, comunicaciones, imagen, finanzas; pagar la luz y la conexión a Internet; contratar servicios de actualización profesional, y negociar hasta el propio alquiler de la oficina.
Nada de lo anterior, indispensable en la práctica diaria, se aprende en las aulas sino, por el contrario, en la calle y a los golpes.
Así, por ejemplo, la pérdida compulsiva de clientes, o la afluencia de clientes no redituables, o el desconocimiento de las formas más elementales para atraerlos, o la altísima rotación de personal, o los problemas para el cobro de honorarios por trabajos ya realizados, o tantos otros ejemplos que abundan en el mercado jurídico, construyen un anecdotario más que extenso de abandono de la profesión, cierre de firmas y absorción de éstas por otras que no funcionan ni piensan como despachos jurídicos, sino como verdaderas empresas del derecho.
Es que detrás de la empresa, por definición, hay un fin de lucro y también un negocio. No implica esto ir en contra de los códigos de ética profesional que rigen nuestra milenaria profesión. Por el contrario, es ni más ni menos que volver sustentable una práctica profesional que en muchos casos no lo es.
En materia de marketing jurídico, puntualmente, de lo que se trata es de segmentar adecuadamente el mercado (no todos los abogados pueden atender a todos los clientes), detectar las necesidades que tiene cada nicho, generar nuevas oportunidades allí mismo y arbitrar los medios necesarios para ser la primera opción de compra por parte de los clientes.
En cuanto a personal, habrá que pensar en la mejor forma para seleccionar no a los mejores abogados o empleados en abstracto, sino a quienes estén en una mejor posición para responder a las necesidades y cultura de la firma.
Incorporados ellos, habrá que estimularlos de manera tal que no estén pensando en mudar de empleo cada dos o tres meses, como sucede en muchos mercados jurídicos y no sólo con la tan mentada generación Y.
En cuanto a oficinas, habrá que pensar en la ubicación en función de la práctica profesional que se vaya a ejercer y en el perfil de clientes que se busquen. Pretender ser el asesor legal de grandes corporaciones desde un cuchitril, será una tarea compleja. Por el contrario, aceptar la representación de pequeñas empresas desde imponentes rascacielos no hará menos que generar la idea de que se está pagando de más por sus servicios.
A esta altura de la evolución tecnológica, además, no habría que descartar la figura del despacho virtual, algo que, si se tiene la infraestructura informática necesaria, bien puede suplir las oficinas tradicionales sin impactar negativamente en la eficiencia y en la productividad, pero sí positivamente en sus costos.
Ni hablar de las cuentas del despacho, manejadas incluso hoy por miles de abogados como si se trataran de la mesada de un infante.
Más allá de la contabilidad que el fisco exija llevar, los responsables de la firma que quiera ser empresa jurídica deberían manejarse con presupuestos plurianuales, trazar objetivos de corto, mediano y largo plazo y verificar cuándo se están cumpliendo y cuándo no.
Dicho todo lo anterior, apenas unas pinceladas con ejemplos, la pregunta es en cuánto de todo esto invirtió su organización en los últimos años para no sucumbir a la actual o la próxima crisis.
La respuesta, le saco el peso de darla, es que probablemente muy poco.
Así, mientras los abogados hacen sus posgrados en las múltiples ramas que encuentra hoy el derecho, el management, la gestión, los recursos humanos, el marketing, las finanzas y otras tantas disciplinas indispensables para crear un ámbito propicio para el ejercicio profesional le siguen siendo ajenos.
En algunos casos -en los mejores de ellos- todo esto se terceriza.
En otros, en la mayoría, quedan a criterio de un profesional, abogado, que se ha formado para algo que, en definitiva, no es lo que termina haciendo.